Si se puede ser culpable e
inocente a la vez, este hombre lo fue. Era enclenque pero nada tímido. Lo
llevaron a juicio en una amplia sala con muchos asientos de madera. Cruzando el
gran umbral podía verse el atril detrás del cual observaría el juez, un viejo
de pelo corto y expresión insondable. Dos guardias llevaban al acusado
firmemente agarrado del hombro con una mano y de la muñeca con la otra. Se
encorvaba por la forma en que lo agarraban y miraba al suelo porque nada de
esto le gustaba. Sentados en la sala habían unas pocas personas arrimadas al
frente, nadie interesado en él, algunos estudiosos observando y un par de
periodistas.
El juez habló de cómo este
hombre había sido atrapado una noche en su casa luego de que se descubriera su
culpabilidad en casos de robo, secuestro y violación. Ni siquiera el estado
dispuso un abogado para el acusado. Luego de su perorata, el juez preguntó cómo
se consideraba a sí mismo el acusado. Él guardó un silencio que ni el juez se
atrevió a romper para aprontar su respuesta, no recordaba haber cometido
ninguno de esos delitos pero tampoco recordaba ser inocente. Si bien la
prioridad es la inocencia hasta probar la culpabilidad, los guardias se
acercaron y lo alzaron suavemente de las axilas. Tenía la horrible sensación de
que en su mente él había aceptado ser culpable y que todos en la sala se habían
dado cuenta.
Por una puerta en un costado,
detrás del atril, lo condujeron a su celda sin necesidad de salir del edificio.
Caminaron largo rato por un pasillo, las demás celdas estaban vacías, las
paredes de las suyas presentaban un patrón de rocas rectangulares. Lo empujaron
con suavidad a través de los barrotes, por la puerta que cerraron detrás de él,
y se marcharon los guardias. Él se sentó en una cama de metal, sobre un colchón
que dejaba sentir cada alambre y resorte de la estructura de la cama. Allí no
habían ventanas, quizás estuviera bajo tierra. El tiempo pasó de una forma
extraña, podían haber sido minutos, horas, incluso días, como si sentado allí
estuviera saltando tiempos.
Así se la pasó sentado,
cavilando sin tener claro qué, cuando un trozo de pared se hizo hacia atrás y
luego hacia un costado marcando un umbral hacia un pasillo en penumbras. A
pesar de la oscuridad, contra la penumbra se recortaba una menuda figura, con
la misma postura solemne que él mismo lucía durante el juicio, sumiso como
resignado. Esa repentina aparición tenía que ser una invitación, la aceptó u se
levantó para acercársele. La figura era claramente una mujer con el pelo negro
azabache cayéndole cuan largo era por la espalda y un velo de luto que le
ocultaba el rostro.
Cuando él estuvo a su lado, ella
se corrió para abrirle el paso. A intervalos regulares había en las paredes
antorchas que iluminaban muy débilmente, la mujer agarró la primera de estas
antorchas y la mantuvo en alto frente a sí para guiar al hombre a lo largo del
pasillo. Caminaban uno al lado del otro y no había lugar para nadie más en el
ancho de ese sendero. A él ya no le importaba nada, hacía rato que le había
dejado de importar el mundo, la realidad, lo que pudiera ocurrir; pero tuvo una
sensación, como un recuerdo de lo que era preocuparse. Sentía una especia de
intriga por lo que pasaría, hacia dónde se dirigía, pero ya nada en él era
igual. Ahí donde se encontraban, las cosas abstractas como el rencor, el
interés, el miedo, perdían sentido y quedaban reducidas a un capricho infantil,
un berreo de bebé.
Luego de mucho caminar y que el
túnel no se alterara en lo más mínimo, recorrió su cuerpo la necesidad de
resolver por qué había llegado hasta ahí. Ese pasillo se había abierto y entró
porque no podía ser peor que el claustro de la celda. Esa celda era la pena
asignada a sus cargos pero ¿qué cargos? El juez lo había acusado de robo,
secuestro y violación pero, aunque no podía jurarse inocente, no tenía memoria
de haber robado nada, ni secuestrado a nadie y mucho menos violado. Estuvo
casado un tiempo, tuvo hijos que crió, había estudiado y ejercido su profesión.
- ¿Estás seguro de que no
robaste nada? – Sonó suave pero doliente la voz de esa mujer en la cabeza del
hombre. Él estaba a cada paso más convencido. Sí, estaba seguro, pero no daba
la respuesta. A la par de convicción, crecía en él algo incierto, misterioso,
que lo forzaba a callar esa respuesta. Y la mujer volvió a hablar con esa voz-.
Entonces podés decir que te pertenecía todo aquello de lo que dispusiste en
vida. El dinero que intercambiaste por los objetos que no produjiste, el dinero
que se multiplicaba en tu cuenta bancaria, los materiales del ecosistema de los
que dispuso tu civilización. ¿Tampoco robaste tiempo a tus iguales? Podés decir
que no los secuestraste, sometiéndolos a tu voluntad con la excusa de que
necesitabas de sus servicios, nunca tuviste de rehén a tus hijos que llegaran a
mimetizarse con tu imagen.
Ella calló, él tenía que
responder algo. Sin embrago, toda la convicción de inocencia se convertía en un
pesado error. Ya sabía a dónde iba, podía verlo al final del corredor aunque
todo estuviera oscuro. No quería creerlo pero estaba claro que no era de otra
forma. La mujer tenía todas las respuestas, él las diera o no. Solamente
quedaba plantear una alternativa contraria: - Yo no… - pero no pudo, era
consciente de que hasta la violación tenía una aplicación metafórica tan amplia
que no podía más que ser verdadera. Debía pensar ¿qué es la violación? Extraer
satisfacción sexual forzando el cuerpo de un prójimo ¿cuántas satisfacciones
había obtenido, o buscado, de sus pares comprometiéndolos en situaciones
indeseadas para ellos? Satisfacciones mundanas y divinas a la vez, como el
sexo.
-¿Y ahora cómo va a ser?
- Volvés al
espacio que ocupaste, pero sin tiempo. Entregaste tu vida a un consentimiento
contrario al mundo. Viviste oponiéndote al discurrir de la realidad. A la par
de tus congéneres te aislaste, te uniformaste, quedaste estático en el tiempo y
el espacio. Ahora volvés a la realidad como la llevaste toda tu vida, pero
exento de tu cuerpo.
Un punto creció al frente, un
punto de luz. Los muros se discontinuaban y el túnel daba lugar a una extensa
playa arenosa. En el horizonte, una franja azul insinuaba el mar, o la
desembocadura del río. Él contemplaba el terreno sin cruzar aún el umbral,
miraba más allá con un apagado recelo, habían personas diseminadas en todo su
campo visual, unos más viejos, otros más jóvenes, ningún niño, todos ellos
parados quietos en su lugar. Era una playa. La metrópolis donde vivió había
sido una playa aunque él se la imaginaba como una pradera.
Sentía cómo pesaban sus propios
párpados y no le importaba sostenerlos abiertos. Aún quedaba una cosa: se
volvió para mirar a la mujer, de larga túnica negra como su pelo azabache
ceñida al delgado cuerpo. No podía ver a través del velo pero imaginaba.
- No me voy
a quitar el velo- dijo ella impasible-. No me verías, verías lo que querés ver
en mi, todos los que vienen aquí quieren creer eso de mi. Mi rostro no es una
calavera. Ahora podés pasar y ocupar tu lugar. Tus pasos te llevarán, como lo
han hecho siempre.
Caminó con paso invariable hasta
el punto que había dormido durante su niñez, salvo que no habían paredes ni
baldosas, sino piedritas y arena. Pasó junto a rostros familiares, gente que
había conocido, pero esas visiones no le producían ningún cariño, ninguna
nostalgia, nada le producían, eran solamente recortes de su propia memoria. Sin
sentir en absoluto, se ubicó en su lugar mirando tierra adentro y su último
pensamiento fue la oscuridad de por qué se ubicó de espaldas al agua, de cara
al continente. Así él se apagó definitivamente.
Gracias a Denisse y a Elizabeth por ayudarme a rescatar este texto del arcón y molestarse en transcribirlo
Es un honor tener el favor de ustedes
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