24 de mayo de 2017

Suicidarse en otoño

Un día lo entendí. Veía pasar los árboles junto a las vías. Era mayo y muchos ya habían soltado sus hojas, otros no las soltarían bajó ningún concepto. Ya llevaba dos días viajando, quizás recién estuvieran enterándose de mi suicidio. Siempre que pensaba en ellos miraba hacia la parte trasera del tren.
La irónica quietud del viaje estaba tornándose insoportable para entonces. Camino al baño sentí las miradas de los otros pasajeros, parecía ser que llevaba muy poco equipaje para ser uno de ellos. Llegué y cerré la puerta, seguía sintiendo sus miradas aunque nadie podía verme.
Me encontré en el espejo sobre el lavamanos, demacrado como lo había estado toda mi vida. El reflejo me mostraba las imágenes de cuánto podía ser. En mis ojos se apagaba alguna luz y toda mi flácida musculatura se derrumbaba. La sola idea me transmitió la sensación del golpe en la mejilla contra el lavamanos.
A punto de salir, habiendo solo dedicado el baño a drenar pensamientos, tiré la cadena para no generar más sospechas entre los pasajeros. De todas formas, nadie hablaba con nadie, no habría nada entre ellos. Volví a mi asiento a través de ese mar de miradas. El día seguía refulgiendo de luz por la ventana.
El paisaje se sacudía, la ventana mostraba el cielo y yo caía de espaldas contra la puerta del compartimiento. Era posible. Los árboles pasaban más abundantes a medida que el tren avanzaba implacable, sin falla que le haga saltar de los rieles, aún al menos. Podía ver las chispas entre las hojas, sentir el calor trepando por los vellos de mis muñecas y mordiendo mi pulover.
Me eché a un lado en el asiento y estaba clarísimo. El techo me pareció de lo menos interesante y cerré los ojos. La vida era eso, todos los desastres a punto de pasar a cada instante. Un meteorito aplastó la idea sobre mi cuerpo y se astillaron todos mis huesos entre el metal doblado del vagón. Recordé mi cara decrépita, no era muy distinto de un cadáver ambulante.
El tren aminoraba la marcha ahora. No había dejado una mala vida, me habían consentido y cuidado tanto. Pasé por las vidas de muchos y nunca supe irme de esas vidas, siempre que me aparté fue con el peor de los ánimos. Me apegaba mucho a todo lo que era, o más bien como yo lo pensaba que era. Demasiados lazos tan enviciados eran difíciles de cortar, hacía falta una hoja muy pesada y afilada.
En el andén que me recibió no había nadie. Bajé con mis únicas dos pertenencias, aparte de las prendas que vestía. Me quedé contemplándolo todo. Cuando el tren se marchó pude ver que sí había gente en el otro andén. Se me representaron tantas imágenes entorno a esas personas. Bajé a la calle y caminé sin rumbo primero, alejándome de la estación, observando, reconociendo el terreno. Era una especie de “empezar de nuevo”.
Me gustaba el barrio, increíblemente residencial para tener estación propia. Me detuve en un cruce de calles, todas adoquinadas. Hacia un lado el camino estaba recorrido por gruesos y frondosos arcos. Tomé por ese sendero arbolado. Recordé al señor que me había hablado de esta posibilidad imprevista. Cómo abandonar una vida llena de ataduras. Era demasiado cobarde, o tal vez no lo suficiente, para matarme. Lo vio en mis ojos y dijo haber visto algo más.
Me bañaba la sombra verde y caían, como agujas, rayitos de sol entre las hojas. Era un día hermoso para recibir el invierno. Con ese calorcito que se le filtra al aire frío llegando a mi cara, me puse el oscuro sobretodo que me diera aquel señor. Ya era más fácil llevarla apoyándome en ella, dejando que acompañara cada paso mío.

Podría decirse que mi suicidio fue en otoño, bastante adecuado. Había que cortar esos lazos tan fuertes. Me puse la capucha del sobretodo, no quería sentir las miradas de nadie más. El calorcito seguía sintiéndose grato a través de la pesada fibra. Seguí caminando disfrutando de esa hermosa tarde, todas las posibilidades eran ya mi camino.

15 de mayo de 2017

Volviendo siempre

Giró el cartel, cerró el negocio. La noche tardaba en llegar, el invierno daba paso a la primavera. Cruzó el local para apagar las luces y lo hizo. Volvió a cruzar el local dispuesto a bajar las persianas y, al llegar a ellas, oyó los golpes. "Ya cerramos -pensó furioso por dentro- ¿No ve el cartelito, no ve que las luces están apagadas?" Se quedó agarrado a la cadena de la persiana. Levemente se escuchó querer abrir la puerta, la puerta se mantuvo firme. Nada por un rato. Asomó a ver y nadie había ya en la puerta. Luego de esperar otro rato, finalmente bajó la persiana. Volvió a la caja y contó. Ya había hecho la cuenta pero una vez más. El valor computado coincidía con el que tenía en sus manos. Algunos centavos más en la caja que lo que indicaba el sistema pero porque la maquina era aparatosa.
La calle lo recibió ahora con una liviana oscuridad. El aire todavía condensaba neblina. La neblina difuminaba y debilitaba la iluminación de la calle. Le dolía la cara, el viento aún era frío y sus músculos seguían contraídos, nunca le fue grato trabajar para otros. Caminó. Fugaces imágenes de su hogar se formaban en su mente. Imágenes de anticipación, anhelo, acababa de salir del trabajo y ya quería estar en su casa, quería poder omitir el trámite del viaje. Las imágenes dieron lugar a nuevas imágenes, imágenes en sepia, añoranza, recuerdos de tiempos que no volverían.
Cada frente de cada casa tenía baldosas distintas. Lo que décadas atrás implicara mirar sus pies, ubicarlos, hoy era un proceso secundario en su mente. Las baldosas rectangulares eran complicadas, se pierde la sincronía pronto porque los pasos no son tan largos ni tan cortos. Algunas baldosas traían líneas que se confundían con la separación entre unas y otras, esto había aprendido a discernir. Los recuerdos se enmarcaban en esos límites. Él llegando a casa pensando que ella llegaría y la comida que le haría. Llegaría pronto y tendría todo listo. La vería llegar y le ofrecería una sonrisa y un abrazo. Para la sonrisa, esos ojos. Para el abrazo, ese cuerpo. Besaría entonces su beso.
Los recuerdos actúan como el negativo de las fotos, las sensaciones tan puras se revivían en el cuerpo con una horrible distorsión. Entre la bruma de sus emociones asomaba la conciencia y no lograba distinguir si los pensamientos estaban torturando al cuerpo o si el cuerpo estaba confundiendo a la mente. Con el máximo esfuerzo ejerció el mínimo control, alzó el brazo y el transporte se detuvo a su lado. Tomó asiento y apoyó la cabeza en el vidrio. El vidrio frío relajó la piel que hervía desde dentro. Los pensamientos se condensaron y fueron arrastrados por el torrente sanguíneo.
Las esquinas se sucedieron. El transporte paró e ingresó nuevos pasajeros. Él los veía sin fijarse en ellos. Todos eran grotescos, todos eran absurdos. Mientras su mirada divagaba sus recuerdos fluían aún sin sentido pero con mayor lentitud. Podía perdonarse y sentir cada caricia, cada mirada de ella. Entonces entró una pareja. Uno pagaba y el otro esperaba. Entraban juntos y se ubicaban de pie en ese espacio libre de asientos. No estaba lleno el transporte y había un par de asientos juntos libres. Él observaba esto y no entendía por qué no se sentaban en ese par de asientos. La noche no daba señales de traer muchos más pasajeros. Alguien se levantaba de los asientos individuales para bajar y las esquinas seguían sucediéndose y la pareja seguía de pie, parados hombro con hombro, la chica escuchando música en sus auriculares, el chico verificando algo en la pantalla de su móvil.
La esquina se acercaba. Él se levantó y tocó el timbre. La pareja seguía sin tomar asiento, seguía sin atender al otro. Bajó y caminó. Su casa lo esperaba a unas cuadras. El frío ya era oscuro. Llegó al enrejado de su casa. La llave no entraba en la cerradura, no calzaba. Era la llave indicada, lo sabía, faltaba tan poco para estar en casa y la llave no quería entrar. No servía empujar con más fuerza, se había apoyado en alguna marca, había desviado un extremo en algún momento y ahora no pasaría por mucha fuerza que hiciera. La agitaba, la giraba, la llave seguía tocando en el mismo lugar como si se hubiera pegado, magnetizado.
Apoyó la cabeza contra la reja, sus manos ya asían los barrotes impotentes, retiró la llave y volvió a colocarla, volvió a tocar en ese condenado lugar. Los nervios hicieron vibrar la mano que sujetaba el llavero. Empujó de nuevo y cayó la llave en su posición. Qué había hecho y qué no había hecho para que funcionara, deseaba comprender y era incapaz.
Atravesó el pasillo y llegó a su puerta, temió por un instante el mismo incidente previo pero era otra llave, otra cerradura, no tenía por qué ocurrir. Entró. Lo recibió la oscuridad, constante compañera, firme abrazo que acariciaba todo. Cerró la puerta en la oscuridad, siempre demoraba en encender la luz. Solamente la oscuridad le salvaba de los recuerdos sensoriales, de los olores y las texturas, los colores y las vibraciones del aire. Esa vez la oscuridad parecía esfumarse como no le había pasado antes. Sus sentidos estaban erosionándola. Podía ver los perfiles de la mesada, la heladera, la figura aovillada junto a la heladera. Estaba claro que ella no estaba ahí.

Más allá de la pared del desvelo

Los garabatos como llamas consumen las hojas en blanco. Las venas se ahorcan con cada frenético movimiento que persigue una idea como a fueg...