Un día lo entendí. Veía
pasar los árboles junto a las vías. Era mayo y muchos ya habían soltado sus
hojas, otros no las soltarían bajó ningún concepto. Ya llevaba dos días
viajando, quizás recién estuvieran enterándose de mi suicidio. Siempre que
pensaba en ellos miraba hacia la parte trasera del tren.
La irónica quietud del viaje
estaba tornándose insoportable para entonces. Camino al baño sentí las miradas
de los otros pasajeros, parecía ser que llevaba muy poco equipaje para ser uno
de ellos. Llegué y cerré la puerta, seguía sintiendo sus miradas aunque nadie
podía verme.
Me encontré en el espejo
sobre el lavamanos, demacrado como lo había estado toda mi vida. El reflejo me
mostraba las imágenes de cuánto podía ser. En mis ojos se apagaba alguna luz y
toda mi flácida musculatura se derrumbaba. La sola idea me transmitió la
sensación del golpe en la mejilla contra el lavamanos.
A punto de salir, habiendo
solo dedicado el baño a drenar pensamientos, tiré la cadena para no generar más
sospechas entre los pasajeros. De todas formas, nadie hablaba con nadie, no habría
nada entre ellos. Volví a mi asiento a través de ese mar de miradas. El día
seguía refulgiendo de luz por la ventana.
El paisaje se sacudía, la
ventana mostraba el cielo y yo caía de espaldas contra la puerta del
compartimiento. Era posible. Los árboles pasaban más abundantes a medida que el
tren avanzaba implacable, sin falla que le haga saltar de los rieles, aún al
menos. Podía ver las chispas entre las hojas, sentir el calor trepando por los
vellos de mis muñecas y mordiendo mi pulover.
Me eché a un lado en el
asiento y estaba clarísimo. El techo me pareció de lo menos interesante y cerré
los ojos. La vida era eso, todos los desastres a punto de pasar a cada instante.
Un meteorito aplastó la idea sobre mi cuerpo y se astillaron todos mis huesos
entre el metal doblado del vagón. Recordé mi cara decrépita, no era muy
distinto de un cadáver ambulante.
El tren aminoraba la marcha
ahora. No había dejado una mala vida, me habían consentido y cuidado tanto. Pasé
por las vidas de muchos y nunca supe irme de esas vidas, siempre que me aparté
fue con el peor de los ánimos. Me apegaba mucho a todo lo que era, o más bien
como yo lo pensaba que era. Demasiados lazos tan enviciados eran difíciles de
cortar, hacía falta una hoja muy pesada y afilada.
En el andén que me recibió
no había nadie. Bajé con mis únicas dos pertenencias, aparte de las prendas que
vestía. Me quedé contemplándolo todo. Cuando el tren se marchó pude ver que sí
había gente en el otro andén. Se me representaron tantas imágenes entorno a
esas personas. Bajé a la calle y caminé sin rumbo primero, alejándome de la
estación, observando, reconociendo el terreno. Era una especie de “empezar de
nuevo”.
Me gustaba el barrio,
increíblemente residencial para tener estación propia. Me detuve en un cruce de
calles, todas adoquinadas. Hacia un lado el camino estaba recorrido por gruesos
y frondosos arcos. Tomé por ese sendero arbolado. Recordé al señor que me había
hablado de esta posibilidad imprevista. Cómo abandonar una vida llena de
ataduras. Era demasiado cobarde, o tal vez no lo suficiente, para matarme. Lo
vio en mis ojos y dijo haber visto algo más.
Me bañaba la sombra verde y
caían, como agujas, rayitos de sol entre las hojas. Era un día hermoso para
recibir el invierno. Con ese calorcito que se le filtra al aire frío llegando a
mi cara, me puse el oscuro sobretodo que me diera aquel señor. Ya era más fácil
llevarla apoyándome en ella, dejando que acompañara cada paso mío.
Podría decirse que mi
suicidio fue en otoño, bastante adecuado. Había que cortar esos lazos tan
fuertes. Me puse la capucha del sobretodo, no quería sentir las miradas de
nadie más. El calorcito seguía sintiéndose grato a través de la pesada fibra.
Seguí caminando disfrutando de esa hermosa tarde, todas las posibilidades eran ya
mi camino.
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