Contra una pared se encuentra él sujeto y bajo él hasta la mitad de la habitación no hay suelo. La mitad del recinto continúa hundiéndose indefinidamente. Se sienten las corrientes de aire quejarse desde lo profundo. En los ojos una mirada se pierde en el vacío, la atención vuelta hacia adentro. Se retuerce y cambia de postura, su rostro se contorsiona y vuelve al mismo gesto apático. De a largos intervalos su cuerpo es sacudido por espasmos y su mirada nunca cae sobre nada, siempre se pierde. A veces sus ojos se entornan de una extraña determinación. A veces se entrecierran débiles, agotados.
Siempre ha habido sol en los siglos de su reclusión. El castillo toma los rayos e incandecen las paredes del recinto sin que hagan falta aberturas que den paso a la luz astral. El interior es claro, cálido de día y frío de noche, pero nunca oscuro como el abismo que se abre en mitad de la habitación.
Las cadenas tintinean. Los cables chispean. Los ojos se alzan y fijan su atención fuera. La salida de la habitación. El cuerpo se impulsa de la pared y cae como plomo. Como si no aceptara el abismo, el vacío se vuelve materia que recibe su peso con fuerza. Se yergue y su cuerpo es deforme, o su postura da esa impresión. Pero su gesto se desentiende y él avanza, caminando sobre el vacío y continuando sus pasos en el suelo. Con movimiento sinuoso, se desplaza por los pasillos. Estos se tuercen para dejarle paso y pronto llega a la salida. Fuertes vientos y relámpagos le esperan. Él, apático, continúa caminando la tierra. El cielo, melancólico, vierte sus lágrimas sobre el desierto arenal.
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