26 de agosto de 2013

Chico Invisible

"Oh, what a good boy you are
Out of the way and you’re kept to yourself
(...)
Oh, what a quite boy you are
He looks so calm floating 'round and 'round in himself”
Invisible Kid -Metallica

Qué lindo sería tener la habilidad de desaparecer, escurrirse entre la gente y apartarse de las compañías indeseadas. Sería lindo pasar andando lo más tranquilo junto a gente que te altera y que no se enteren ni del aire que desplazaste. A quién no le gustaría ser liviano como una pluma y no sonar al pisar y con un paso hacer un metro de distancia. Siendo un niño insatisfecho y marginado, ese fue un gran deseo mío.
Me preguntaba siempre por qué era necesario quedarme en reuniones familiares a la vista de todos. Yo juntaba los hombros y agachaba la cabeza. Me sentía tan observado que quería hacerme aire y flotar fuera por la ventana e ir a cualquier lugar lejos. En la escuela nunca entendía de qué hablaban mis compañeros y si abría la boca ellos no iban a entender lo que yo decía. Es que nunca me interesaron las mismas cosas. Me interesaba desaparecer. Y ocurrió.
En realidad nada cambió y entonces comprendí la clave de la desaparición. De más grande encontraría palabras sonoras y bellas para referírmele. Me gusta hablar de fantasmagorías, aunque no hay a quien le interese hablar de fantasmagorías. Pues bien, ser fantasma resultó ser muy fácil. Era necesario un currículum muy sencillo: haberme pasado la vida deseando desaparecer. Cuando la mente se ocupa tanto de eso, se ocupa poco de los deseos de los demás.
Así ocurrió que un día levanté la vista, fue un instante que asomé por mi cuero cabelludo, y descubrí que... era un fantasma. Era una reunión familiar, de las que reúnen a gente que no se encontraría de otro modo. Allí estaban todos, se oían claramente, hablaban entre sí. Pasaban junto a mí, concentrados en algo que iban a buscar. Los anfitriones debían atender a los invitados, pero no les hacía falta atenderme a mí, yo no estaba ahí. Ya habían niños más pequeños que yo, y corrían por doquier, nada los paraba, mucho menos yo.
En la escuela vi como nadie reparaba en mi andar, nadie se enteraba que yo pasaba por ahí. Observándolos olvidé irrumpir en los grupos que se juntaban a conversar tan compactos. Y además de ver y ver, escuché. Escuché cómo hablaban y hablaban, y mi nombre nunca sonaba. Y eran felices compartiendo las cosas que habían vivido y entendiéndose. Pronto aprendí los movimientos de los otros, cualquier otra persona, y fui capaz de caminar sin que nadie me sorprendiera cruzándose en mi camino.
Me acostumbré de tal manera a moverme en las sombras. Con sombras no me refiero necesariamente a los espacios donde no llega la luz, me refiero a esos rincones donde no llegan las miradas. Tampoco son rincones arrinconados, hablo de cuatro dimensiones, podía pasar alrededor de alguien sin que se enterara, podía pasar por en medio de cuatro personas sin que ninguno lo supiera. Tan acostumbrado estaba que ni tenía que pensarlo, no tenía que medir mis pasos porque así caminaban mis pies.
Es curioso que la escuela te tiene encerrado muchas horas, pero el mayor aburrimiento comencé a sentirlo en las reuniones familiares. Una de las claves para ser un fantasmas es no tocar nada. Si no vas a tocar nada, no te ves tomando un adorno y dándole vueltas. Así yo deambulaba por la casa, por las habitaciones vacías, por los estrechos pasillos que se forman a los lados de las mesas de invitados. No podía usarles la tele pues alguien interesado en verla se encontraría conmigo. No podía sentarme en la computadora por iguales razones. Podía echarme en el sillón pero no relajarme y descansar pues debía estar alerta de quién quisiera venir a juzgar mi comportamiento.
Un día quise volverme a casa, ya habían recibido a la familia completa, nadie se fijaría en cuántos se despedían. Pero irme significaba preocupar a mis padres, tal vez no cuando me fuera y el tiempo que no estuviera, pero en cuanto descubrieran que los había dejado, comenzarían a acumular enojo que debería soportar en el único lugar que consideraba mío: mi casa. Y más aún, mi pieza. Así pues, allí quedé, como un alma en pena, sin dónde caer muerto, a cada segundo más convencido de que el aire que respiraba era un consumo innecesario.
Finalmente descubrí lo que me faltaba descubrir, que lo que yo hacía no era ninguna habilidad y conllevaba riesgos. Fue un día que volvía a casa, volvía de la escuela, volvía caminando por las calles. No me agotaba caminar por la calle, caminar muchas cuadras no me agotaba. Tampoco temía atraco alguno pues era veloz y sigiloso. Pero no hicieron falta muchas cuadras para descubrir el mayor riesgo de esta condición de fantasma, pues me había olvidado mi cuerpo.
No lo supe en el momento, no lo escuché, no lo sentí. Abrí los ojos y todo era cielo. No me apenaba, no me preocupaba, tal vez no tuve tiempo de convencerme de que no sentía el cuerpo. Tal vez demasiado pronto asomó una cabeza en mi campo visual. Esa aparición trajo consigo todo el escándalo a mi alrededor y la sensación en mi carne magullada. No reconocía a nadie entre las caras, no tenía ni fuerzas ni ganas de moverme del lugar. Me levantaron de a cuatro y me recostaron en una camilla. Luego mi cuerpo dolió mucho para poder desaparecer.


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