11 de septiembre de 2017

Graffiti

Son las tres de la mañana en la ciudad. Se oye el viento rugir en las esquinas. Un oficial taconea con una mano pronta al walkie talkie, la otra agarrada a la hombrera del chaleco. Entre las sombras, una figura se funde envuelta en abrigos del color gris dr las fachadas. La luz cálida de los faroles no le delata. Los pasos se alejan hacia el cruce de calles. Es el momento.
La figura se desliza con fluidez hacia un frente despejado. Llevaba tiempo estudiando la zona y este fragmento edilicio. El municipio había encomendado a ciertos artistas que realizaran murales para que las paredes dejaran de ser escritas. Era un método honorable pero en esos mismos trabajos se notaba el cambio de gestión. Este muro había sido desatendido y había llegado la hora.
La toalla no lograba amortiguar el batido del contenido de la lata pero al menos retrasaba lo inevitable. El oficial se plantó en la esquina, el viento interfería cualquier señal que pudiera delatarle. Comenzó. El silvido era contínuo, la pintura se esparcía maravillosamente. Su técnica era impecable. Sus brazos acompañaban los trazos, su gran altura le permitía abarcar más superficie. Se desplazaba lenta y suavemente con nervios de acero. Cuanto menos interrumpiera la proyección de pintura, menos probable era que el oficial distinguiera el sonido.
Un viento fuerte dio la vuelta en la otra esquina y le empuja fuera de su balance. Se recupera pronto con un fuerte taconeo que el mismo viento lleva hasta el final de la cuadra. Frunce su cara bajó los trapos que la aprisionan, es consciente de que acaba de delatarse. Debe acabar unos detalles solamente y resiste el impulso de salir corriendo al oír el grito sofocado por el viento del oficial ¿Por qué gritan? Se pregunta para calmar los nervios y llevar a término la tarea que solo demanda microsegundos pero que los nervios estiran y hacen parecer una eternidad. Escucha el zapateo del oficial ralentizado y contempla el último trazo uniéndose a la figura completa ahora. Siente las trompetas que celebran el éxito y con su fluidez característica se dobla hacia el oficial y se dispara en dirección contraria. El hombre corre pesadamente y alcanza a asir la capucha que se escurre entre sus dedos. Una lacia cabellera ondea al viento y el cuerpo se aleja imperturbable con una elástica velocidad.
Gana distancia en la persecución que dura un par de cuadras, las esquinas le refugian, demoran al perseguidor que llama a otros por el walkie talkie. En cada vuelta se quita uno de los abrigos que a la carrera dobla ante sí. La mochila vacía sobre su panza engulle las prendas. Ya siente sirenas y le queda una campera por sacarse. Ve un estacionamiento y se escabulle sin que el guardia le vea. Las prendas bien dobladas entran sin abultar en la mochila y se la cuelga a la espalda. Ágilmente arma un rodete con su cabellera y se acerca al guardia para pedirle si podía llamar a un taxi, la respiración acompasada no denota agitación alguna. El policía pasa desorientado, mira para todos lados y solo ve una mujer bien vestida conversando con un guardia de estacionamiento.

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