29 de junio de 2013

La Oscuridad

4 años. Una nena de cuatro años. No era más grande que una nena de cuatro años. Era muy poco respetado siendo tan grande como una nena de cuatro años. Por eso todos se sorprendieron cuando lo vieron acercarse a esa nena de cuatro años. Esa nena que estaba llorando en el medio de la oscuridad. Era terrorífica. Pero estaba llorando. Pero estaba ahí, ahí donde ninguna persona había puesto un pie jamás.
¿Cómo? ¿Por qué? Son preguntas que a ninguno de los allí presentes importó, preguntas que quizás ni flotaron cerca de sus mentes. Pero él se acercaba como podía, él se acercaba a la nena como ninguno de los otros, tan grandes y de formas tan variadas, podía. Acercándose lentamente no podía ser visto por la nena en tanta oscuridad pero era oído. La nena oía como él arrastraba su piel y, a medida que la fricción se oía con más intensidad, más fuerte lloraba ella.
En la tenue luz, que es esa que flota siempre en el aire y en la oscuridad buscan nuestros ojos, la nena comenzó a ver dibujarse la cara de él. La cara estaba en movimiento, él la acomodaba como lo que veía en la cara de la nena. Él acomodaba dos ojos nada más con una sola nariz en medio de todo. Trazaba bajo la nariz una boca alargada y la abría y la cerraba para habituarse. No podía imitar los planos y cuadrados dientes que veía en la boca contraída de miedo de la nena por lo que tendría que mantener la boca cerrada si no quería alterarla más.
Era cierto, la nena se había perdido, lo veía en su cara, lo veía en la expresión desorientada de la nena. Ella no lo miraba fijamente, le tenía miedo. Todos los allí presentes estaban igual de aterrorizados que él, pero al acercarse comprobó que ella también le temía. Había que sacarla de ahí, nadie sabía de lo que era capaz. La observó con atención, entendió que él veía más de ella que ella de él. Era lógico, él vivía en esa oscuridad y ella... bueno, ella era una persona, seguramente viviría en la luz como todas las personas.
Se alejó. Supo que ella lo perdía de vista al ver que miraba alrededor y se detenía donde lo había visto por última vez y volvía a mirar alrededor. Entonces, observándola tuvo él dos brazos delgados, dos piernas delgadas y pelo sólo alrededor de la cabeza. Trató de acomodar los bordes de su rostro para que ella no se sintiera amenazada; si estaba asustada, era más peligrosa de lo que todos allí podían temer. Y, así persona, volvió a acercársele. Cuando ella lo vio, controló la congoja que la sacudía. Él no sabía cómo hablarle pero confió en sus gestos corporales. Estiró el brazo y una exclamación disonante recorrió los muros de oscuridad. La nena se retrajo e igual hizo él, cubriéndose. Se volvió a todas las criaturas que atendían a los hechos y los silenció. La nena lo escuchó, no entendía. Cuando él reapareció a su vista, ella parecía confundida.
Se dirigió a él, le preguntó algo que no pudo entender. La cadencia de esa voz le contrajo las tripas. Casi se podía escuchar el esfuerzo de las criaturas por contener los gemidos. Él se cuestionó la decisión de ayudar a esa nena a volver con las personas, tal vez su muerte fuera la única garantía de seguridad para todos los demás. Ya no estaba tan seguro de tomarla de la mano, de por qué había copiado su forma. Ahora ocurría algo distinto, ella lo estaba esperando, sus ojos clavados en él eran una sensación tan extraña. Apartando la mirada de ella, le acercó la mano y ella no dudo en agarrarla con la suya. Ya empezaba a confiar en él.
El asco del contacto con esa piel tan blanda que, a fuerza de no alterar a la nena, debió replicar en su propia piel. Conteniendo las convulsiones de todo su cuerpo, comenzó a tirar de ese pequeño brazo. La llevó por la oscuridad, apartando a cualquiera que se le cruzara con miradas firmes que dejaban en claro la situación. Largos eran los caminos con paredes húmedas y palpitantes que la nena no podía apreciar y él cambiaba de dirección bruscamente. La nena se confundía con ese avanzar que por momentos parecía ascender o descender y por momentos parecía llevarla de cabeza pero no le permitía distinguir nada de lo que la rodeaba.
Él sabía que podía tirar a la nena en cualquier rincón con un poco de luz, pero debía encontrar el lugar donde no hubieran personas o levantaría sospechas. Las personas no debían entrar en la oscuridad. Ahora mientras buscaba un punto adecuado para dejar a la nena, se planteaba esas preguntas: ¿Por qué estaba en la oscuridad? ¿Cómo había ido a parar ahí? Harto de tantas dudas y de tantas vueltas en la oscuridad, tiró del brazo de la chica y la lanzó por un callejón.
Ella había dejado de prestar atención a dónde iba y también le empezaban a surgir preguntas. Cuando la tiró, su corazón saltó pero no del susto sino de la tristeza. Una nena de cuatro años es muy chiquita. Un cuerpo de cuatro años no puede más que llenarse con la menor emoción. Así triste, no prestaba atención a sus pasos que trastabillaron en una larga y constante caída hasta que unas tiras de madera detuvieron su movimiento. Entonces el frío de las baldosas, la humedad de sus lágrimas, la congoja de su padre en la cocina y el ruido del auto en la calle alejándose.

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