6 de abril de 2019

Practico decir boludeces. El ave del paraíso.

La cima de la montaña, una aparente forma puntiaguda desde la distancia, se abre al cielo por encima de las nubes. Un vientre volcánico borbotea y una roca de forma ovalada flota en el centro del mar incandescente.
Cada un cierto tiempo, el nivel del magma se eleva y trepa por las grietas de la roca que duerme en su centro. El aire viciado hace difícil que los colores se presenten con fidelidad pero puede verse que la piedra es profundamente negra.
La masa ardiente quiebra por fin la piedra cuyas piezas solo flotan un momento antes de fundirse entre sí y revelar en su interior un cuerpo. El cuerpo se remueve y alza una cabeza redonda con una protuberancia aguda que busca el cielo.
El pico se abre y emite una única nota que atraviesa el mundo entero. Sin fluctuar esa nota, el ave extiende sus alas en toda su plenitud. Silencio. El ave se yergue sobre el mar de rocas fundidas, las alas baten el aire y la brea que las recubre se escurre revelando un hermoso plumaje de un color imposible de explicar.
La cabeza vibra casi imperceptiblemente y se desprende así de la misma brea que le tapa la vista. El cuello se extiende largo. Las finas patas ensayan un salto. Los ojos buscan en la boca del cráter volcánico, en el disco celeste. Buscan algo familiar, algo conocido. La criatura está aturdida, acalambrada, sola. Las alas baten con una desproporcionada fuerza y el ave se extrae del volcán y posa torpemente en los bordes del cráter.
Debajo de sí, solo pueden verse gordas nubes blancas que ocultan el cuerpo de la montaña. Tres plumas largas de un tono más opaco se paran en la cabeza del ave y, aún dentro del cráter, una cola más larga que el resto del cuerpo escurre el resto de la brea que la baña.
Las proporciones de su cuerpo dan la idea de que no es más que un pichón. Verla sería tan doloroso para cualquier persona como ver directo al sol aunque no es verdad que emane luz por sí misma. El ave ve al astro sin dificultad, incluso calibrando en él su vista. Las alas baten y el cuerpo se alza en el aire. Vuela con suma gracia, parece movida solo por su voluntad, el esfuerzo de sus alas es mínimo.
Es un pichón del tamaño de la boca de un volcán y aún tiene mucho para crecer. Planea recorriendo inmensas distancias, gira alrededor de la tierra por los niveles más externos de la estratósfera. Juega, juega como los peces que saltan sobre la superficie del mar, juega saliendo de la atmósfera y volviendo a sumergirse en ella. Observará por un tiempo la vida en la tierra y, si se aburre, se marchará un tiempo surcando los mares de ondas cósmicas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Más allá de la pared del desvelo

Los garabatos como llamas consumen las hojas en blanco. Las venas se ahorcan con cada frenético movimiento que persigue una idea como a fueg...