Paul mira
fijo. Paul se sienta pacientemente y mirá un punto del espacio que parece
intrigarlo de hace años. Su mujer pasa junto a él. No lo mira al pasar pero ya
lo vio al entrar en la habitación. Él ya no le reclama atenciones, no hay nada
que reclamarle, ella se porta de maravilla. El que se desubica constantemente
es el hijo, ya está grande pero sigue sin entender a su padre. A Paul le
encantaría demostrar a su hijo el respeto que siente al enterarse que viaja por
todo el conurbano solamente para participar de eventos culturales. Nada lo
detiene a su hijo. El eterno divague de Paul eventualmente lo trae a estas
cuestiones donde no puede evitar admirar y envidiar a su hijo. El asiento desde
el cual Paul estudia ese punto del espacio que parece intrigarlo desde hace
años no es un asiento especial, es una simple silla de alto respaldo y muy
buena madera de algarrobo.
Belén, Doña
Belén para todo el barrio y para su propio horror, no puede creer cómo se le
vienen los años encima. Jamás deseo vivir de una pensión y de cargos como
profesora de plástica. Sin embargo, el amor fue más fuerte. El amor o lo que
del amor devino. No puede culparse al pibe, su marido ya mostraba señales de la
sombra que cayó sobre él no mucho después de tenerlo. Vibra la pava con el
fuego y Belén recuerda el práctico dispenser que usa su madre desde aquellos
tiempos en que vivían juntas. Paul nunca quiso conseguir uno para la casa y ya
después Belén nunca se animó. La verdad es que él ya no podía discutirle y la
casa estaba enteramente a cargo de ella. Doña Belén, se calienta la pava para
compartir unos mates con su hijo y juntos observar al hombre de la casa, en su
silla de madera, esa de todas las sillas de madera, la única en la que se lo
puede sentar y que parezca verdaderamente cómodo.
Juan Cruz se
levanta tarde hoy, se siente molesto por dejar sonar el despertador. Su gran
batalla en la vida, o su segunda gran batalla. Se encamina al comedor medio
vestido y con la otra mitad de las prendas equilibradas en una mano. Su cuerpo
atolondrado corre absurdamente por los cortos pasillos de su casa, yendo y
volviendo, haciendo medias cosas porque siempre faltan cosas por hacer. Se
levantó, se cambió, fue al comedor con los abrigos, volvió a la pieza porque le
faltaba algo, recordó que eso era lavarse los dientes, al baño pues, y luego de
vuelta al comedor observado por su madre que solo espera a que caliente la pava
en la cocina, sus pies fríos le recuerdan que las zapatillas están en la pieza,
ya en su pieza se dispone a agarrar las zapatillas y ve que aún le queda una
prenda en su mano, la suelta y se calza, ya sin más que hacer para despertar,
vuelve al comedor, los mates deben estar y él no debe hacer esperar a su madre.
Ni su padre. Se sienta a la mesa. Mira a su padre, entre la mesa y el
televisor. Mira a su madre, observándolo desde la cocina mientras espera que
caliente el agua.
Belén nunca
entiende qué lo tiene yendo y viniendo a su hijo. Claramente nada de lo que
hizo requería tanta dedicación y, al verlo corriendo como un empresario que
baraja agendas y cálculos en su cabeza con un maletin colgándole de los dedos,
siente algo de lástima. Pero se le pasa enseguida, es tanta la ternura que
emana ese pibe. Ya está grande, no es un nene, es un pibe grande. Piensa si
acaso su vejez se debe a que lo ve tan grande y ya no tiene que cuidarlo tanto,
tal vez debería estar contenta de no tener a otro menor que le corra por todos
lados y le desgaste la paciencia y los nervios. Ve a su único hijo, Juancito
para ella, aunque él se haga llamar Cruz, lo ve mirar a su viejo ¿Qué será para
él? ¿Un adorno? ¿Un padre ausente? ¿Lo culpara de algo? O acaso sea un héroe
perdido. Objeto de sus reflexiones sin duda. Aunque él nunca compartió con ella
esas cosas que escribe, ella está convencida de que le ha dedicado al padre
unos buenos párrafos, de alguna forma ella está segura de que son buenos. De lo
que no está segura es de qué siente ella respecto de esto que sospecha
¿Envidia? ¿Orgullo? ¿Amor?
La madre de
Cruz toma el primer mate. De alguna forma, él es responsable de que sea así,
lamenta no levantarse más temprano y ser él quien cebe a su madre, el cebador
que tome el primer mate. Aunque levantarse antes que ella es difícil; que él
recuerde, siempre que se levantó ahí estaba su padre en la silla de madera y su
madre vestida. Es tan así que muchas veces estuvo convencido de que el mundo no
existe antes de que se levante su madre. Previo a sorber su primer mate del día
que está recibiendo en este momento, toma una galletita de salvado de un
paquete y lo acomoda en la mesa, ahora sí bebe. Su madre indaga qué registra la
bitácora del muchacho. Cruz le cuenta los planes para juntarse en Adrogué con
el Club “La Orden de Dagon”, grupo de fanáticos del Cine Clase B de los 30’s,
40’s, 70’s.
Belén se
interesa poco por las paciones de su hijo, pero esos nombres que él menciona
(“La Orden de Dagon”, “El Club de la Serpiente”, “Las Tertulias Borgeanas”)
siempre le mueven algo, una fibra a la altura del diafragma, pegadita a la boca
del estómago. No sabe qué es cuando le surge, le sube por la espina y ella lo
refrena mientras su hijo la vea aunque sea por la periferia de sus ojos grises.
En el primer momento en que Cruz mira por la ventana, ella deja que esa vibra
trepe por los tuetanos, tuerza su cuello y diriga los reflectores a su marido.
Es un microsegundo lo que tarda en sacarse esa sensación y la charla ya puede
continuar, por lo menos hasta la próxima mención de esos nombres pomposos y engreídos.
Paul sigue
observando un lugar en el espacio donde convergen todos los tiempos. Reflexiona
sobre el propósito que tuvieran sus estudios, tiempos en que entraba en erosionados
edificios sostenidos únicamente por su inmensa historia, tiempos en que lo
sentaban frente a pilas de libros que prometían un camino, un camino con un
destino, una realización. Esta reflexión se distorciona por un momento a causa
de reminiscencias de la infancia, recuerdos del padre que ponía palabras, para
Paul era como un gigante con un sello aún más grande que subía formando una
pronunciada curva y caía con todo su peso sobre cualquier cosa que el niño
trajera a casa desde el mundo exterior. Paul sigue observando como las memorias
se reescriben, resignifican, lo sentaban frente a una pila de L.I.B.R.O.S, eLe
sobre eLe, I sobre I. Estudiaba en E.D.I.F.I.C.I.O.S, la pared E hecha de
ladrillos de revueltas, cemento de bombardeos, reboque de tertulias
aristocráticas.
Belén escucha
a su hijo con poca atención, lamenta no poder evitarlo pero divaga. En su hijo
se refleja el entusiasmo emprendedor que demostrara Paul en sus estudios ¿Cómo
era posible? Apenas tuvieron trato juntos y Cruz era vagamente conciente porque
era en verdad un bebé. Si fue Paul conciente de que su hijo abandonaba la
infancia y a través de la pubertad entraba en la adolescencia, si sabe que su
hijo ya no es tan joven, que no falta mucho para que decida irse a vivir solo,
nadie lo puede saber. Pero en Cruz, el entusiasmo se muestra más saludable. Lo
de Paul lo fue consumiendo. Belén tenía visto a quien sería su futuro marido en
los pasillo de la facultad pero, y por extraño que pareciera, quedó cautivada
una tarde que lo veía llegando entre el gentío, leyendo un libro y sin detener
su andar. Mientras Cruz la escucha balbucear sobre los trabajos plásticos de
sus alumnos y comenta al respecto, ella aprovecha las interrupciones de su
conversación automatizada para continuar persiguiendo el barrilete de
recuerdos.
Cruz tiene
todo el día diagramado: pasa a buscar a Germán en el centro, se toma un tren a
Avellaneda y otro a Adrogué. La vuelta requerirá dos colectivos si no se hace
demasiado tarde. Advierte a la madre al respecto, que quizá tenga que dormir en
la casa de algún miembro del Club allá en el oeste. Poca respuesta recibe por
parte de la madre, un asentimiento, la está acostumbrando a su ausencia. Él
mira a su padre, quien no pierde de vista la arista entre la pared y el piso
bajo la ventana. Asoma en su mente un pensamiento peligroso. Su madre lo
levantó, lo vistió, lo trajo y lo acomodó en la única silla en que él distiende
su semblante. Cruz se irá hoy como hace frecuentemente, se irá durante todo el
día y en la casa quedará su madre con ese hombre de mente ausente, su papá.
Mejor no, mejor no permitir esos pensamientos, que lo atormenten dentro de unos
años, cuando haya terminado el corto que prepara con el Club, cuando haya
terminado de dar forma por lo menos a una de sus novelas, cuando una tenga
forma de libro y se venda en las librerías. No antes.
Su hijo se
está demorando y ella no entiende por qué. Está mirando a su padre con fijeza
¿Hace mucho que lo mira o solamente le parece a ella? De repente, como si
volviera de una breve interrupción, Cruz la mira, el semblante imperturbable.
Una media sonrisa suave la toma por sorpresa, los labios de su hijo pronuncian
la frase “Voy yendo” y el cuerpo se levanta de la silla, se inclina a su vez
sobre su madre y ambos cruzan besos en sendas mejillas. Lo ve rodear la mesa y
pasar por detrás del padre, apoyarle una mano en el hombro. Un sobresalto del
chico asusta a la madre, éste corre a su habitación y agarra aquella prenda que
olvidara, su campera de cuero infaltable. Vuelve y se encamina a la puerta
pasando por delante del padre, se detiene. Ella no lo ve, pero Cruz acaba de
tragar saliva, saliva que se venía juntando hace rato. Vuelve unos pasos, toma
al padre del cuello, el pulgar bajo la mandíbula y los cuatro dedos de la misma
mano rodeando la nuca. Belén nota como la cabeza de Paul reposa ahora sobre la
mano del hijo ¿los ojos del hombre acaso están entrecerrados? Lo que ella no
nota es la tensión en las mejillas de su hijo y todo alrededor de esos ojos
grises, no está viendo ese destello acuoso. De repente todo es un dulce
algodón, los labios de su hijo hundiéndose en el carnoso cachete de su marido,
la apenas perceptible demora.
Juan Cruz
suelta lentamente el cuello de su padre. No se detiene en nada más, ya se
demoró demasiado. Toma la mochila que quedara preparada junto a la puerta desde
el día anterior. Abre la puerta. Sale.
Paul despidió
a su hijo como todas las veces que se marcha, sintiendo un inmenso orgullo
entreverado con mucha preocupación por que nada le pase, que todo marche bien.
Siente la cálida humedad que le dejara Cruz sobre el pómulo. Sabe que Belén no
se fijó en su hijo cuando éste se iba de espaldas a ella. Ella ahora acomoda
las cosas de la mesa. Él sigue contemplando ese punto del espacio, salvo que
ahora, después de tantos años de estudiarlo cada día, ahora yace vacío de todo
significado, por este instante se encuentra vacío de todo tiempo y memoria. El
zócalo se empaña y todo a su alrededor, y por un momento la mente de Paul
conoce la paz.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario