22 de junio de 2014

Paul

Paul mira fijo. Paul se sienta pacientemente y mirá un punto del espacio que parece intrigarlo de hace años. Su mujer pasa junto a él. No lo mira al pasar pero ya lo vio al entrar en la habitación. Él ya no le reclama atenciones, no hay nada que reclamarle, ella se porta de maravilla. El que se desubica constantemente es el hijo, ya está grande pero sigue sin entender a su padre. A Paul le encantaría demostrar a su hijo el respeto que siente al enterarse que viaja por todo el conurbano solamente para participar de eventos culturales. Nada lo detiene a su hijo. El eterno divague de Paul eventualmente lo trae a estas cuestiones donde no puede evitar admirar y envidiar a su hijo. El asiento desde el cual Paul estudia ese punto del espacio que parece intrigarlo desde hace años no es un asiento especial, es una simple silla de alto respaldo y muy buena madera de algarrobo.
Belén, Doña Belén para todo el barrio y para su propio horror, no puede creer cómo se le vienen los años encima. Jamás deseo vivir de una pensión y de cargos como profesora de plástica. Sin embargo, el amor fue más fuerte. El amor o lo que del amor devino. No puede culparse al pibe, su marido ya mostraba señales de la sombra que cayó sobre él no mucho después de tenerlo. Vibra la pava con el fuego y Belén recuerda el práctico dispenser que usa su madre desde aquellos tiempos en que vivían juntas. Paul nunca quiso conseguir uno para la casa y ya después Belén nunca se animó. La verdad es que él ya no podía discutirle y la casa estaba enteramente a cargo de ella. Doña Belén, se calienta la pava para compartir unos mates con su hijo y juntos observar al hombre de la casa, en su silla de madera, esa de todas las sillas de madera, la única en la que se lo puede sentar y que parezca verdaderamente cómodo.
Juan Cruz se levanta tarde hoy, se siente molesto por dejar sonar el despertador. Su gran batalla en la vida, o su segunda gran batalla. Se encamina al comedor medio vestido y con la otra mitad de las prendas equilibradas en una mano. Su cuerpo atolondrado corre absurdamente por los cortos pasillos de su casa, yendo y volviendo, haciendo medias cosas porque siempre faltan cosas por hacer. Se levantó, se cambió, fue al comedor con los abrigos, volvió a la pieza porque le faltaba algo, recordó que eso era lavarse los dientes, al baño pues, y luego de vuelta al comedor observado por su madre que solo espera a que caliente la pava en la cocina, sus pies fríos le recuerdan que las zapatillas están en la pieza, ya en su pieza se dispone a agarrar las zapatillas y ve que aún le queda una prenda en su mano, la suelta y se calza, ya sin más que hacer para despertar, vuelve al comedor, los mates deben estar y él no debe hacer esperar a su madre. Ni su padre. Se sienta a la mesa. Mira a su padre, entre la mesa y el televisor. Mira a su madre, observándolo desde la cocina mientras espera que caliente el agua.
Belén nunca entiende qué lo tiene yendo y viniendo a su hijo. Claramente nada de lo que hizo requería tanta dedicación y, al verlo corriendo como un empresario que baraja agendas y cálculos en su cabeza con un maletin colgándole de los dedos, siente algo de lástima. Pero se le pasa enseguida, es tanta la ternura que emana ese pibe. Ya está grande, no es un nene, es un pibe grande. Piensa si acaso su vejez se debe a que lo ve tan grande y ya no tiene que cuidarlo tanto, tal vez debería estar contenta de no tener a otro menor que le corra por todos lados y le desgaste la paciencia y los nervios. Ve a su único hijo, Juancito para ella, aunque él se haga llamar Cruz, lo ve mirar a su viejo ¿Qué será para él? ¿Un adorno? ¿Un padre ausente? ¿Lo culpara de algo? O acaso sea un héroe perdido. Objeto de sus reflexiones sin duda. Aunque él nunca compartió con ella esas cosas que escribe, ella está convencida de que le ha dedicado al padre unos buenos párrafos, de alguna forma ella está segura de que son buenos. De lo que no está segura es de qué siente ella respecto de esto que sospecha ¿Envidia? ¿Orgullo? ¿Amor?
La madre de Cruz toma el primer mate. De alguna forma, él es responsable de que sea así, lamenta no levantarse más temprano y ser él quien cebe a su madre, el cebador que tome el primer mate. Aunque levantarse antes que ella es difícil; que él recuerde, siempre que se levantó ahí estaba su padre en la silla de madera y su madre vestida. Es tan así que muchas veces estuvo convencido de que el mundo no existe antes de que se levante su madre. Previo a sorber su primer mate del día que está recibiendo en este momento, toma una galletita de salvado de un paquete y lo acomoda en la mesa, ahora sí bebe. Su madre indaga qué registra la bitácora del muchacho. Cruz le cuenta los planes para juntarse en Adrogué con el Club “La Orden de Dagon”, grupo de fanáticos del Cine Clase B de los 30’s, 40’s, 70’s.
Belén se interesa poco por las paciones de su hijo, pero esos nombres que él menciona (“La Orden de Dagon”, “El Club de la Serpiente”, “Las Tertulias Borgeanas”) siempre le mueven algo, una fibra a la altura del diafragma, pegadita a la boca del estómago. No sabe qué es cuando le surge, le sube por la espina y ella lo refrena mientras su hijo la vea aunque sea por la periferia de sus ojos grises. En el primer momento en que Cruz mira por la ventana, ella deja que esa vibra trepe por los tuetanos, tuerza su cuello y diriga los reflectores a su marido. Es un microsegundo lo que tarda en sacarse esa sensación y la charla ya puede continuar, por lo menos hasta la próxima mención de esos nombres pomposos y engreídos.
Paul sigue observando un lugar en el espacio donde convergen todos los tiempos. Reflexiona sobre el propósito que tuvieran sus estudios, tiempos en que entraba en erosionados edificios sostenidos únicamente por su inmensa historia, tiempos en que lo sentaban frente a pilas de libros que prometían un camino, un camino con un destino, una realización. Esta reflexión se distorciona por un momento a causa de reminiscencias de la infancia, recuerdos del padre que ponía palabras, para Paul era como un gigante con un sello aún más grande que subía formando una pronunciada curva y caía con todo su peso sobre cualquier cosa que el niño trajera a casa desde el mundo exterior. Paul sigue observando como las memorias se reescriben, resignifican, lo sentaban frente a una pila de L.I.B.R.O.S, eLe sobre eLe, I sobre I. Estudiaba en E.D.I.F.I.C.I.O.S, la pared E hecha de ladrillos de revueltas, cemento de bombardeos, reboque de tertulias aristocráticas.
Belén escucha a su hijo con poca atención, lamenta no poder evitarlo pero divaga. En su hijo se refleja el entusiasmo emprendedor que demostrara Paul en sus estudios ¿Cómo era posible? Apenas tuvieron trato juntos y Cruz era vagamente conciente porque era en verdad un bebé. Si fue Paul conciente de que su hijo abandonaba la infancia y a través de la pubertad entraba en la adolescencia, si sabe que su hijo ya no es tan joven, que no falta mucho para que decida irse a vivir solo, nadie lo puede saber. Pero en Cruz, el entusiasmo se muestra más saludable. Lo de Paul lo fue consumiendo. Belén tenía visto a quien sería su futuro marido en los pasillo de la facultad pero, y por extraño que pareciera, quedó cautivada una tarde que lo veía llegando entre el gentío, leyendo un libro y sin detener su andar. Mientras Cruz la escucha balbucear sobre los trabajos plásticos de sus alumnos y comenta al respecto, ella aprovecha las interrupciones de su conversación automatizada para continuar persiguiendo el barrilete de recuerdos.
Cruz tiene todo el día diagramado: pasa a buscar a Germán en el centro, se toma un tren a Avellaneda y otro a Adrogué. La vuelta requerirá dos colectivos si no se hace demasiado tarde. Advierte a la madre al respecto, que quizá tenga que dormir en la casa de algún miembro del Club allá en el oeste. Poca respuesta recibe por parte de la madre, un asentimiento, la está acostumbrando a su ausencia. Él mira a su padre, quien no pierde de vista la arista entre la pared y el piso bajo la ventana. Asoma en su mente un pensamiento peligroso. Su madre lo levantó, lo vistió, lo trajo y lo acomodó en la única silla en que él distiende su semblante. Cruz se irá hoy como hace frecuentemente, se irá durante todo el día y en la casa quedará su madre con ese hombre de mente ausente, su papá. Mejor no, mejor no permitir esos pensamientos, que lo atormenten dentro de unos años, cuando haya terminado el corto que prepara con el Club, cuando haya terminado de dar forma por lo menos a una de sus novelas, cuando una tenga forma de libro y se venda en las librerías. No antes.
Su hijo se está demorando y ella no entiende por qué. Está mirando a su padre con fijeza ¿Hace mucho que lo mira o solamente le parece a ella? De repente, como si volviera de una breve interrupción, Cruz la mira, el semblante imperturbable. Una media sonrisa suave la toma por sorpresa, los labios de su hijo pronuncian la frase “Voy yendo” y el cuerpo se levanta de la silla, se inclina a su vez sobre su madre y ambos cruzan besos en sendas mejillas. Lo ve rodear la mesa y pasar por detrás del padre, apoyarle una mano en el hombro. Un sobresalto del chico asusta a la madre, éste corre a su habitación y agarra aquella prenda que olvidara, su campera de cuero infaltable. Vuelve y se encamina a la puerta pasando por delante del padre, se detiene. Ella no lo ve, pero Cruz acaba de tragar saliva, saliva que se venía juntando hace rato. Vuelve unos pasos, toma al padre del cuello, el pulgar bajo la mandíbula y los cuatro dedos de la misma mano rodeando la nuca. Belén nota como la cabeza de Paul reposa ahora sobre la mano del hijo ¿los ojos del hombre acaso están entrecerrados? Lo que ella no nota es la tensión en las mejillas de su hijo y todo alrededor de esos ojos grises, no está viendo ese destello acuoso. De repente todo es un dulce algodón, los labios de su hijo hundiéndose en el carnoso cachete de su marido, la apenas perceptible demora.
Juan Cruz suelta lentamente el cuello de su padre. No se detiene en nada más, ya se demoró demasiado. Toma la mochila que quedara preparada junto a la puerta desde el día anterior. Abre la puerta. Sale.

Paul despidió a su hijo como todas las veces que se marcha, sintiendo un inmenso orgullo entreverado con mucha preocupación por que nada le pase, que todo marche bien. Siente la cálida humedad que le dejara Cruz sobre el pómulo. Sabe que Belén no se fijó en su hijo cuando éste se iba de espaldas a ella. Ella ahora acomoda las cosas de la mesa. Él sigue contemplando ese punto del espacio, salvo que ahora, después de tantos años de estudiarlo cada día, ahora yace vacío de todo significado, por este instante se encuentra vacío de todo tiempo y memoria. El zócalo se empaña y todo a su alrededor, y por un momento la mente de Paul conoce la paz.

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